Wednesday, February 14, 2007

Dios seguirá trabajando en las sombras.



El domingo 10 de diciembre me llamó mi hermano que vive en Maryland a California, en donde vivo, y me dice, con fingida tristeza “se murió el tata”. ¿Cuál tata? le respondí yo sorprendido sabiendo que nuestros tatas (abuelos) llevaban respectivamente 41 y 21 años en el campo santo. Entonces me la soltó: ¡el tatita Augusto Pinochet!

Ya ha pasado un mes del acontecimiento, y yo lo reflexiono desde la distancia. Mis hijos me preguntan la razón de tanta alharaca en Chile, y es difícil contestarles para que entiendan la figura de un general que apareció en mi vida cuando yo tenía trece años, y se esfuma a mis cuarenta y seis. Entré al liceo en marzo del 1974, con pelo corto, corbata, orden militar en la Escuela Industrial Chileno-Alemana y un par de profesores militares jubilados a manera de espías, me imagino.

Los evangélicos de los primeros años de Pinochet, principalmente nuestros pastores, ya que nosotros éramos jóvenes despistados, apoyaron al régimen. No teníamos mayor información acerca de los abusos a los Derechos Humanos, nosotros nos dedicábamos no más a predicar la Palabra. Hace un par de años vi un reportaje en la televisión acerca de los torturados y los detenidos desaparecidos. Terminé de verlo con una infinita tristeza principalmente por la historia de un muchacho de quince años, mi misma edad entonces, que fue sacado por los servicios secretos del régimen desde el auto en que viajaba por la calle Príncipe de Gales, cerca de nuestra casa, y hoy es un nombre más en la lista de los desaparecidos. Yo pensaba que en esos mismos días yo andaba seguramente en un culto, o en alguna plaza predicando. ¿Por qué no sabíamos? ¿Por qué no nos enterábamos? A veces pienso que era un secreto a voces y que la iglesia tenía miedo. Nosotros los jóvenes, ¿qué más podíamos hacer?

Salí de Chile a los 19 años a estudiar para pastor en los Estados Unidos. En mi primera visita a México me asombró la cantidad de paredes rayadas con mensajes políticos y el símbolo de la hoz y el martillo por doquier. Ya me había acostumbrado a un Chile limpio, ordenado, militarizado y sin opiniones políticas. México había roto relaciones con Chile y me sorprendió mucho un agente de inmigración, el cual al no autorizarme la entrada al interior de la república me preguntó, “¿y cómo le va a ese perro de Pinochet?”. No supe qué responder, me quedé sin palabras. Pensé que aunque él no supiera mi posición política, no tenía ningún derecho a insultar de esa manera. Intenté contestarle algo, pero luego pensé que si no le gustaba mi respuesta me podría “echar al bote” como dicen los mexicanos cuando lo meten a uno “en cana”, ya que estaba ilegalmente en territorio mexicano. Esbocé una tímida sonrisa, me callé y salí de esa oficina fronteriza humillado.

Treinta tres años de mi vida con la figura del general en mi inconsciente. Recuerdo que después de casarme en EEUU llegué a Chile con mi amada extranjera en 1983, en el inicio de las protestas todos los días 11 de cada mes. Yo disfrutaba a concho el regreso, mientras ella sufría con las protestas, las barricadas, los miguelitos, los cacerolazos, los apagones y las eternas discusiones políticas. Cuando nuestra hija mayor tenía un mes de vida, la explosión de un auto bomba frente al edificio Diego Portales nos tiró al suelo en nuestro departamento del decimoquinto piso en las torres San Borja.

Pasó el tiempo y en la iglesia comencé a conocer historias hermosísimas acerca de Dios obrando en nuestro Chile dividido. Como dice el gran expositor cristiano Ravi Zacharias, “Dios, trabajando en las sombras”. Conocí a un joven comunista de clase alta que fue torturado y quedó con severos traumas y un brazo inválido. Dios lo sanó en un retiro de jóvenes y le infundió fe en su corazón ateo. Conocí la historia de otro joven izquierdista buscado por la DINA, escapándose por los techos de las casas. Su madre pentecostal lo invitó a una reunión de la iglesia, una profetiza le predice su salvación. Después de una historia de película, con balazos y persecuciones de por medio, logra asilarse en la embajada mexicana. Una vez en México se recuerda de la profecía, busca una iglesia, se convierte y hoy es un fiel pastor. Dios trabajando en las sombras.

Conocí a una pareja que se fue al exilio en Italia. Son parte, luego, de los retornados, con problemas de adaptación con los hijos, economía quebrada, viviendo de allegados, extraños en su patria, con crisis matrimonial. Una amiga los lleva a la iglesia, se convierten y hoy son una pareja de testimonio para Encuentro Matrimonial. Dios trabajando en las sombras.

Conocí a otro que fue parte de la DINA, no cuenta mucho, quizás lo único que se atreve a decir es que es posible que haya matado a alguien, nunca lo sabrá, dice él, pero las posibilidades son altas, y con eso pone un velo sobre el pasado. Llega con su esposa y un matrimonio destruido por sus traumas y violencias políticas, y el Señor los salva. Hoy son líderes de una iglesia y se sorprende de no estar muerto o en una cárcel. Dios trabajando en las sombras.

Conozco a otro que era del MIR en el Vaticano izquierdista de nuestra patria: Concepción. Brillante estudiante de filosofía, ateo. A este, en el tiempo del golpe y los meses siguientes, no lo convirtió la teología ni los argumentos cristianos. Lo que a él lo atrajo al reino de Dios fue el amor de un pastor que nunca miró los desprecios de los miristas y con amor atendía a los estudiantes universitarios en una residencial de estudiantil. Cuando estaban resfriados les llevaba sopita, cuando tenían hambre les hacía sándwiches. Ese amor cristiano en acción quebrantó a mi amigo de tal manera que entregó su vida al Señor, Cristo lo salvó de torturas y detenciones y hoy es un pastor. Dios trabajando en las sombras.

El día martes 4 de septiembre de 1973 al final del culto en nuestra iglesia, la hermana María Sáez, famosa por sus profecías, anunció un gran derramamiento de sangre en el país. Aconsejó a la congregación de que se abstuvieran de salir mucho a la calle, que guardaran comida y que ayunaran y oraran por lo que venía sobre Chile. Dios lo sabía, Dios lo anunció. Algún día tendremos la respuesta al sufrimiento de muchos y de cómo Dios bajó a las sombras para trabajar allí.

Tienen razón los que dicen que la iglesia evangélica se quedó callada. Tienen razón al decir que la iglesia sacó ventaja. No soy un analista político ni social, pero me doy cuenta de la enredada madeja de nuestra sociedad chilena de aquel entonces y resulta muy difícil dictaminar juicios.

Los evangélicos no hablaron mucho. Recuerdo que el domingo en que Pinochet fue hospitalizado, apareció fuera del Hospital Militar un pastor de Rancagua. El diario lo entrevistó. Al menos, dije yo, aquí hay un pastor opinando algo. Dijo, entre otras cosas, que Pinochet no se iba a morir luego, y que si se moría iba a acontecer un día 11 porque así lo había determinado el Señor. Pinochet murió un día 10. Bueno, técnicamente era 11 en algún lugar del planeta, digo yo.

Como se habrán dado cuenta, estas líneas de reflexión están muy desordenadas, como desordenado estuvo Chile en esos días de diciembre. Desde California yo contemplaba el triste espectáculo desde la señal internacional de TVN: unos llorando, otros celebrando; unos homenajeando al extinto y otros escupiéndolo. Y la iglesia, ¿qué tiene que decir a todo esto?

Yo, lo único que digo, es que, independientemente de los rumbos políticos o económicos que lleve Chile, Dios, en su paciencia y sabiduría, seguirá trabajando en las sombras

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