Monday, December 23, 2013

La noche en que las estrellas bailaron de gozo.

Les conté este cuento a los niños de la iglesia. Su autor es Bob Hartman.

Un pastor, ya viejo, su esposa y su hijo estaban acostados de espaldas en la cima del cerro. Sus manos estaban dobladas bajo sus cabezas y sus pies señalaban hacia tres direcciones como en un compás. Habían terminado un día de duro trabajo y las ovejas ya estaban durmiendo. Ya se les había acabo del tema de conversación.
Así es que se quedaron allí en la cima del cera mirando el cielo estrellado.
Era una noche despejada. No había ninguna nube que cubriera a las estrellas tímidas. ¿Y qué acerca de las estrellas audaces? Por alguna razón esa noche parecían brillar con más fulgor que nunca, según podían recordar los pastores.
De repente, la estrella más audaz y atrevida cruzó rápido el cielo, bailando desde un horizonte hasta el otro mostrando una luminosa cola serpenteante.
“¡Estrella fugaz!”, dijo el niño como si estuviera soñando. “¡Digan un deseo!”.
El viejo pastor y su esposa no dijeron nada. Ya estaban viejos para jugar a los deseos y además esta noche estaban cansado para hablar.
Pero no eran tan viejos para no desear algo.
El viejo pastor fijó sus ojos en un montón de estrellas que parecían el dibujo de un gran oso. Pensó en un grupo de cicatrices que tenía en su pierna que le recordaba de una lucha que había tenido con un oso de verdad años atrás. Fue una pelea por salvar a sus ovejas. En ese tiempo él era joven y fuerte y había ganado la batalla.
También tenía otras cicatrices en su espalda que parecían como cien caminos. Esas cicatrices eran recuerdos de sus peleas con el Gran Oso, Roma. La tierra de Israel le pertenecía a su gente, no a los invasores romanos que les oprimían con su tiranía y sus impuestos. Así es que ¿por qué tendría él que agacharse con respeto ante los soldados romanos y entregarle sus ovejas para sus banquetes? Tiranos rapaces, ladrones uniformados, eso es lo que eran muchos de ellos. Ni siquiera sus látigos que parecían garras harían cambiar su mente.
Y así, aunque no decía nada, el viejo pastor pensó en un deseo. Su deseo fue que alguien viniera a salvarlos de la violencia, de los codiciosos y de los osos.
La esposa del pastor tenía sus ojos cerrados. Para ella esta era la parte más difícil de su día. Era el momento en que no hacía nada, sólo trataba de quedarse dormida. Era la hora en que el viento le traía voces. Su propia voz y la voz de su madre. Palabras de amargura y enojo. Palabras atrevidas que herían el corazón. Palabras que ella hubiera deseado nunca haberlas dicho. Palabras que ya no podía borrar porque su madre ya había muerto. Ya no tenía la oportunidad de decirle “lo siento mucho”.
Y así, aunque no dijo nada, la esposa del pastor deseó tener paz, para poder terminar de una vez con esas voces llenas de amargura que le traía el viento.
El niño se cansó de esperar.
“Bueno”, dijo finalmente, “Yo haré un deseo entonces. Deseo que… deseo que… deseo que algo interesante suceda para que se produzca un cambio. Algo entretenido. Ya estoy aburrido de estar en este cerro todas las noches. Quiero que pase algo para reírme, para cantar y para bailar”.
El viejo pastor volteó a mirar a su esposa.
La esposa del pastor abrió sus ojos y meneó su cabeza.
Y antes de que uno de ellos pudiera regañar a su hijo por no estar satisfecho con lo que tenía, algo sucedió. Algo pasó que les dio la impresión de que al niño se le iba a cumplir su deseo.
Las estrellas comenzaron a crecer y a desparramarse como las flores cuando se abren y se tocan entre ellas y así el cielo se cubrió con un manto brillante de luz. Luego el manto de luz se encogió y se juntó en una bola de luz brillantísima que se quedó sobre las cabezas de los pastores dejando el resto del cielo oscuro y vacío.
Boquiabiertos y abriendo sus grandes ojos los pastores no se atrevían a mover un dedo. El viento se detuvo y los pastores se quedaron tendidos en el suelo mirando la luz. Vieron como otra vez la luz cambió lentamente. Rayos luminosos se transformaron en brazos. De los rayos blancos surgieron piernas y de repente vieron un rostro lleno de luz y ardor. De la luz surgieron alas. Vieron la forma de un ángel el cual les habló.
“No tengan miedo”, dijo el ángel. “¡Canten y dancen de gozo! Tengo buenas noticias para ustedes. Hoy, en Belén, su Salvador ha nacido, el ser especial que Dios prometió enviarles. Esta es la prueba: si van a Belén encontrarán al niño envuelto en pañales y acostado en un cajón donde comen los animales”.
Los pastores tenían mucho miedo y no les salía la voz. Pero eso no les impidió pensar.
¿No tengan miedo? pensó el viejo pastor. ¡Debe estar bromeando!
¿Un bebé en un cajón donde comen los animales? pensó la esposa del pastor. ¿Por qué? Si hasta a nuestro hijo lo tratamos mejor que eso.
¡Canten y dancen de gozo!  pensó el niño pastor. Bueno, ¡eso es lo que me gusta!
Y como si le hubiera leído el pensamiento al niño, el ángel extendió sus brazos y piernas bien anchos, como si fuera el primer paso de un baile celestial. Sin embargo, se esparció en miles de diferentes piezas de luz, pedacitos que se desparramaron por la noche oscura y aterrizaron en donde estaban la estrellas. Trocitos que se transformaron en ángeles y cantaban una canción que jamás habían oído los pastores, en un tono que había estado en sus cabezas desde siempre.
“¡Gloria a Dios en las alturas!” cantaban los ángeles. “Y paz en la tierra para todos”.
Algunos tocaban arpas, otros soplaban trompetas, otros tocaban tambores, otros golpeaban címbalos. También bailaban dando vueltas y vueltas, se divertían y saltaban sobre el cielo de la luna nocturna. 
Finalmente, cuando la música ya no podía sonar más fuerte, cuando los cantantes no podían cantar con más fervor, cuando los bailarines no podían saltar más alto, cuando los ojos y las bocas de los pastores no podían estar más abiertas, todo se detuvo.
Tan rápido como vinieron los ángeles, así se fueron. El cielo estuvo en silencio otra vez y se lleno de estrellas luminosas. Los pastores se quedaron quietos un momento, pestañeando y refregándose los ojos.
Finalmente el viejo pastor se puso en pié con dificultad y dijo, “bueno, será mejor que vayamos a encontrar a ese bebé”.
La esposa del pastor también se levantó, sacudió el pasto de su túnica y media ausente se pasó los dedos por su pelo.
El niño pastor saltó con entusiasmo y gritó “¡Hurra!”.
Cuando llegaron a Belén encontraron todo como les había dicho el ángel. Un esposo y una mamá jovencita con un bebé dentro de un cajón de comida de animales. Era una familia muy parecida a la de los pastores. ¿Será posible -dijo el pastor viejo- que alguien tan pequeño, tan pobre, tan común, pueda ser el Salvador, el prometido de Dios?
Entonces le contó a la joven madre acerca de los ángeles. Y allí fue que entendió, al verle los ojos a la madre. La mirada de la madre decía “¡qué hermoso!”, pero también decía “no me sorprende”. Había algo muy especial que estaba aconteciendo. Los ángeles lo sabían. La madre lo sabía. Y ahora el pastor y su familia también lo sabían.
“Bueno”, dijo el niño cuando iban de regreso al monte, “se cumplió mi deseo. Lamento que ustedes no hayan pedido un deseo”.
El viejo pastor no dijo nada, pero se pasó los dedos con suavidad sobre sus cicatrices. Que raro, pensaba, “¿es mi imaginación o se me están haciendo más chicas?”.
La esposa del pastor no dijo nada. Estaba escuchando. Ya no habían voces de amargura en el viento, sino que ahora habían canciones, cantos celestiales, y el llanto de un recién nacido.
“¡Gloria a Dios en las alturas!” gritó de repente la mujer.
“¡Y paz en la tierra para todos!” gritó el viejo pastor.
Y entonces el niño pastor gritó también “¡Hurra!”, y bailó como un ángel lleno de gozo.