Como ustedes han de saber, por causa del embargo económico de EEUU a Cuba no pude salir en vuelo desde territorio norteamericano. Tomé el bus en Santa Ana hacia el aeropuerto de Tijuana. Eso de por sí es una experiencia nueva para mí. “Pura raza” iba en el “camión” con un chofer bastante locuaz, a veces malhumorado y garabatero o maldiciente que se peleaba con los pasajeros.
En Tijuana tomé el vuelo a Ciudad de México en donde esperé cinco horas la conexión a la Habana, a donde llegué a las 2.30 de la tarde.
Al llegar a Cuba me retuvieron por dos horas en inmigración y aduana. Les anticipo la razón, porque ahora la entiendo: el gobierno sí acepta la venida de personas por asuntos religiosos, pero se aseguran primero que no traigan material antirrevolucionario ni que vayan a realizar actividades contra el gobierno. Dos horas para averiguar que yo no iba a portarme mal.
Muy amables todos conmigo, partiendo por el primer muchacho de la inmigración. Preguntas sencillas, ¿primera vez que viene a Cuba? si. ¿Conoce alguien aquí? si. ¿Dónde lo conoció? por internet. ¿En qué trabaja usted? soy profesor universitario (¿se fijan mis respuestas cortas y precisas, nada de cháchara?). ¿Qué enseña? español e historia. ¿Dónde va a quedarse? en casa de alquiler. ¿Va a visitar otros lugares?, si es que mis amigos me llevan. ¿Cuánto dinero trae? tres mil dólares (llevaba una ayuda de una organización para los pastores y dinero que la iglesia me ofrendó). ¿Trae regalos?, muy poquitos y sencillos. ¿Qué regalos?, ropa mía que regalaré, libros, dulces. Después de un rato me pide que espere. Viene una supervisora, las mismas preguntas. Se va a hablar con tres hombres, me miran desde lejos, uno de ellos viene, me hace las mismas preguntas, pero este más avispado me pregunta cuántos libros traigo y de qué se tratan. Logra sacar la información que mi amigo es cristiano. Me pregunta si yo también soy cristiano, sí. ¿Desempeña alguna función en su iglesia?, soy pastor. ¿Cómo se llama la iglesia?, le digo el nombre. ¿En Los Ángeles?, no en Anaheim. ¿Pero que no es lo mismo?, no señor. ¿Entonces dígame en qué estado es? California (y todo lo anotaba). ¿Viene Ud. a realizar alguna actividad religiosa?, voy a acompañar a mis amigos dónde ellos me inviten. ¿Trae libros? sí. ¿Cuántos?, como treinta. ¿De qué se tratan? de historia. ¿Usted es católico, testigo de Jehová, pentecostal?, cristiano no más. ¿Pero de cuál denominación?, de ninguna. ¿Pero, como se llama la iglesia? Iglesia Cristiana o Iglesia de Cristo. ¿Así no más?, si. ¿Y su amigo lo está esperando afuera?, no, me voy en taxi.
Ya iba más de media hora en eso. Pase a revisión por favor, me dice y me asigna a una muchacha simpática llamada Diasmarys, o algo así, que me revisa las maletas. Pero no es que me las revisó, sino que me las desarmó todas, sacó todo, hojeó los libros y entre plática y plática las mismas preguntas de los tres anteriores. Aquí pensé lo importante que es decir la verdad, porque cuando uno miente tiene que tener buena memoria para acordarse qué le dijo a uno u a otro. Esta muchacha me pregunta otra vez por los libros (traigo dos títulos: La Reforma Presente y el del Yurumí). Me pregunta por las clases de historia, por la universidad, por esto y aquello, pero no le decía yo que era pastor hasta que ella me dijo “manejo la información que usted es pastor”, y ahí le dije que sí. Y así por otra media hora. La palabra clave que no tenía que decir era que los libros eran “donados” porque según la letra no se cuántito, del código no sé que número, de la ley número X, las donaciones se rigen por no se qué reglamento y quedan confiscadas. La palabra mágica es “regalo”. Soy escritor, traigo libros para regalarle a mis amigos. Y luego descubre la muchacha las cientos de fotocopias para las clases y me dice que para qué son, y les digo que son guías de estudio para los que lean los libros. He dicho toda la verdad, no he mentido en nada.
Yo creo que también ayudó un librito que traje con la historia de “Paloma con los pobres de África” que la aduanera vio en la maleta y me preguntó por ella. Le conté la historia de mi hija que vivió tres meses con la gente más pobre de Nairobi
Cuando terminó de desarmar las maletas, sentí un gran alivio cuando me dijo, hasta en tono jocoso, “ayúdeme pues a armar las maletas”. Con mucho justo -le respondí - lo que pasa es que en EEUU no permiten que uno toque las maletas cuando el oficial de aduana está revisándolas -.
Yo por mi parte conocí bastante de la muchacha, desquitándome con preguntas de su trabajo, de su mamá, que me dijo ella, también es profesora de historia. Ella, sentí, se puso de mi lado, y yo con un ojo a las maletas y con el otro a los libros apilados a un lado, y cuando terminamos de llenar las maletas ella tomó los libros y los puso dentro de ellas. Me pidió esperar. Allá se fue a conversar con el anterior oficial. Yo por mientras me puse a conversar con un señor que estaba sentado en un escritorio a la salida de la aduana. Resultó muy simpático, escritor de poemas que está armando una novela policial. Yo le hablé de mi novelita “La abuelita Julia”. Hablamos de literatura, de librerías que me recomendó, de libros electrónicos, mientras los otros dos seguían desde lejos mirándome y conversando. Viene el muchacho, esta vez las preguntas se centran en los libros y en mis actividades religiosas. Le tuve que hacer un resumen de cada uno de los libros. Querían saber cuál tipo de historia yo escribí, le dije que de la Reforma Protestante y su historia en Norteamérica. Me volvió a preguntar si era religioso el libro y le dije: Mire, la historia es la historia y allí pasan muchas cosas. Lo religioso es parte de la historia y escribí de eso. La muchacha dijo -yo alcancé a leer una frase en que usted habla de “cristianismo” -. Me quiso dar risa, pero me aguanté y le dije, por supuesto, el cristianismo es parte esencial de la historia.
Y luego me preguntaron por el otro libro, el del yurumí. Me sorprendió que ya sabían que era el oso hormiguero. Bueno, la foto lo dice. Le dije que nosotros somos como hormiguitas y el oso hormiguero es como la personificación del mal. El libro enseña cómo vencer el mal, es un libro de superación personal. ¿Es un libro religioso? les contesté “es de superación personal”. Se quedaron pensativos.
Ya eran dos horas en esta funcia. Y ya se me estaba acabando la paciencia y le digo al oficial, “bueno, ya son muchas preguntas, ¿tienes una pregunta más para que terminemos con este asunto? ¿ya me puedo ir?”. Sorprendido me contesta que tiene que conseguir la autorización de su superior, me dice que me espere por favor.
Se juntan los dos con el superior y debaten un momento. Al rato viene y me entrega el pasaporte y me informa que puedo entrar al país. ¡Azúcar!
Yo salí con la cámara preparada para sacar una foto de algún letrero que dijera “Bienvenido a Cuba”, pero ni en el aeropuerto ni en camino a la ciudad lo encontré.
Taxi del estado, chofer empleado del estado, autos de los años 40 y 50. Ciudad ordenada, relativamente limpia y en orden, construcciones deterioradas y sin pintura. Llegué a la casa de alquiler, luego vino mi famoso amigo, por el cual me preguntaron tanto en la aduana y que yo nunca había visto en persona. Se alegraron de que los libros pasaron y para mi sorpresa, tanto el pastor y la dueña de la casa de alquiler (que es un bed and breakfast), defendieron la actitud de los oficiales por el hecho de que tienen la responsabilidad de velar de que no entre nadie a la isla que venga con ideas contrarrevolucionarias. Se ha dado el caso que vienen pastores con esas intenciones. Así es que me di cuenta que no debía contar la historia de la aduana de una manera triunfalista. Hay cristianos aquí en Cuba que tienen un profundo respeto por el gobierno y las autoridades.
Ya estoy instalado en un cuarto con cocina, comedor y baño. En la televisión hay canales de recepción libre, son 5, pero ninguno tiene comerciales, sólo programas culturales, políticos, clases, musicales. El único canal extranjero es Telesur, con constante propaganda chavista.
En la ciudad tampoco he visto carteles de propaganda de ningún producto, sólo propaganda política.
Manuel me llevó a cenar a un restaurante del gobierno. Nunca -le dije yo- había oído que un gobierno estuviera en el negocio de los restaurantes. Aquí hace un par de años recién se abrió la posibilidad de que la gente abriera negocios. Ya se ven pequeños restaurantes privados y gente vendiendo cosas en la calle, pero todos tienen un permiso especial del gobierno, se les llama “los cuentapropistas”.
El restaurante estatal cobra barato. La comida no es buena, según los estándares extranjeros, pero sabrosa para los cubanos. El menú tenía solamente bistec, bistec picado (carne molida) y chuleta de cerdo. No tenían arroz con moros, sólo arroz blanco o arroz amarillo con cerdo. La ensalada era tres torrejas delgadas de tomate, tres torrejas casi transparentes de pepino y una pequeña porción de repollo. El salero no tenía sal. No había pimienta ni servilletas. La cuenta nos salió cinco dólares incluyendo los refrescos que son envasados. El baño no tenía agua y por lo tanto la cocina tampoco.
La muchacha que atiende me contó que su sueldo, y el de todos los trabajadores en Cuba, es de 240 pesos cubanos que equivalen a 10 dólares. Le pregunté por curiosidad cuánto había gastado una pareja con dos niños que habían acabado de comer y me dijo que esa familia había gastado 240 pesos, exactamente el sueldo de un mes. Obviamente la gente que come afuera tiene otros medios de sustento que le permite ese lujo. La palabra característica que usan los cubanos es “resolver” que quiere decir “arreglárselas de alguna manera”.
Al día siguiente Manuel me llevó a conocer La Habana Vieja, pero antes me llevó a tomar helado a una “sodería” del gobierno. Venden sólo helados, nada más, y de un solo sabor, vainilla. Tampoco tienen servilletas y no dan recibos. Días más tarde fui al Vedado, una zona más atractiva de La Habana en donde hay una heladería llamada Coppelia. Ahí tienen tres sabores de helados, pero la cola para entrar era largísima.
Saqué muchas fotos de la Habana antigua. Hay un funcionario del gobierno denominado el conservador del patrimonio, o algo así, que tiene la tarea de rescatar las construcciones y el patrimonio histórico de la ciudad. Tal parece que está haciendo buen trabajo con el poco dinero que existe aquí. Hay construcciones maravillosas, antiguas, de una belleza arquitectónica exquisita que se están cayendo, literalmente, a pedazos.
Volví otro día con otro pastor a seguir recorriendo La Habana de noche. Conocí el restaurante y el hotel que frecuentaba Hemingway. Esta vez recorrí lugares menos turísticos, pues este pastor vive en La Habana vieja y se mueve como pez en el agua. Es triste ver construcciones en un estado de deterioro más allá de lo habitable. Las casonas antiguas son de propiedad estatal. Las personas que viven allí pagan una cuota pequeña que se les va acreditando para algún día ser “dueños”. Realmente es una manera de decirlo porque el estado sigue teniendo derechos. Como todo es de propiedad estatal, el estado tiene que pintar y reparar todo, y es lógico que no tienen los recursos.
Muchos saben que colecciono bastones de cada país que visito. Compré uno que me costó 12 CUC (cé ucé), como le llaman a los pesos convertibles. Se supone que esa moneda y el dólar tienen el mismo valor, sin embargo al dólar le aplican un gravamen del 10 % y un impuesto de cambio del 2%. Al final el dólar sólo vale 88 centavos de peso convertible.
Días más tarde, en una feria artesanal del Vedado compré otro bastón para regalarle a Kiko, mi amigo cubano que vive en Anaheim, ya tiene 88 años y ojalá se alegre de usar un bastón de su patria.
En Cuba hay tiendas y restaurantes que sólo te cobran en pesos convertibles o en pesos cubanos. Uno se da cuenta de inmediato cuál es cuál: las que cobran en pesos convertibles tienen algo para vender, las otras tienen un solo producto o son tiendas pequeñas que parecen “ventas de garage”.
Fui al Malecón a comer. Me perturbó ver en el restaurante, que está al aire libre, a una pareja de una muchacha negra, muy bonita, vestida con mínima ropa y joven acompañando a un gringo viejo lo cual me dio asco. La muchacha era muy alegre y abrazaba y besaba al gringo que se dejaba querer. Le dio dinero ahí en frente de todos y ella más contenta estaba. Manuel me explicó que a ellas se les llama “jineteras”.
Conocí también dos urbanizaciones construidas como barrios dormitorios, según la concepción rusa. Miles de departamentos, unos en Alamar y otros en Habana del Este. Los departamentos son bonitos, pero, otra vez, el deterioro se deja ver.
Las iglesias de Cristo (Iglesias Cristianas) en Cuba no poseen lugares de reunión, son iglesias que aquí les denominan “casas culto”. Pueden reunirse en grupos de a 15 personas sin ningún problema. La iglesia de La Víbora es la más grande y se reúnen 50-60 personas en un segundo piso, están en trámite de oficialización con el gobierno así es que se les tolera. Visité otras tres casas culto, una en Alamar, otra en Habana del Este y otra en Marianao. Aunque son pequeñas (10 a 20 personas), ponen las sillas como si fuera un auditorio y tienen su pequeño atril como púlpito. En ninguna vi un instrumento musical porque usan música grabada. Aunque sostienen una teología conservadora sus cultos son muy animados y movidos. El ritmo caribeño se deja ver. Fui testigo de tres bautismo en La Habana del Este. El bautisterio es una armazón de aluminio con forro de plástico que llena de agua. Parece un verdadero ataúd y fue donando por un evangelista de los EEUU. En mi opinión personal, yo preferiría ir al mar a bautizar en esas cálidas aguas caribeñas, privilegio que no tiene todo el mundo.
Enseñé la clase de Historia de la Iglesia a 45 alumnos en la Iglesia de la Víbora. Le doy gracias a Dios que esa semana hizo frío en Cuba. Frío, le llaman ellos, es cuando la temperatura baja a 18 ó 15 grados centígrados. Yo llegué a enseñar feliz de la vida en mangas cortas y mis alumnos estaban enfundados en abrigos y más de alguno con gorro de lana. Yo feliz, porque de otra manera no sé qué habría hecho en un salón con 45 personas sufriendo con el calor cubano y sin aire acondicionado.
Manolo mandó a hacer un par de bancas extras para la clase. No habían mesas, así es que tomaban notas con sus cuadernos en sus piernas. En un momento de la clase se sintió un fuerte golpe y al mirar veo a cuatro estudiantes sentados en el suelo: se había roto una banca.
Los hermanos tienen proyector para la computadora, lo cual fue muy bueno, pues yo acostumbro a dar mis clases de manera bastante visual. Sin embargo sufrí lo indecible al no tener pizarrón. Me sentía como Maradona, cuando lo multaron por salir positivo en el test de drogas y llorando se quejaba “me cortaron las piernas con esto”. Yo pensaba “me han cortado las manos con esto”. Pero, a falta de pizarrón, tuve que esforzarme con mi limitado léxico y dotes artísticas, actuando a veces, cantando otras (jaja).
No sabía qué cosas traer a los hermanos de regalo. Quería ser sensible y no ofender con los regalos, así es que decidí vaciar mi oficina de pequeños objetos: lápices, plumas, jaboncitos, champús, clips, libretitas, barras de granola, perfumes, dulces para los niños, lentes de sol, aros de fantasía, pinches (moños) para el pelo, etc. Incluso me traje una tela bastante larga que les había comprado a mis nietas para que hicieran una carpa en el living de la casa, pero Nona les trajo una carpa muy linda desde Japón que se arma y desarma con facilidad, así es que eché a la maleta la tela pensando que a alguien le iba a servir en Cuba. Opté por escribir los nombres de todos los alumnos en papelitos los cuales iba sacando en los recreos para entregar los regalos. Nos divertimos bastante con eso.
Les cuento esto porque es asombroso el testimonio que me sucedió: uno de los pastores y su esposa habían estado conversando días antes acerca de sus necesidades. Querían comprarse un perfume y un cubrecamas, pero la situación económica es tan dura que prácticamente eso es un lujo. Sin embargo, como son personas de fe, oraron para poder tenerlos. Pues bien, el último día comienzo a sacar los papelitos: ¡Manolo Venta!, un perfume. ¡Ismara! la tela para cortinas o lo que sea. Salió un nombre después del otro y hasta los bromeé porque ellos son el marido y la mujer, que cuando me contaron el testimonio se me cayeron las lágrimas. Ella va a coser un lindo cubrecamas con la tela, y él anda feliz con el perfume. De hecho también ella me contó que días antes le había dicho a su esposo que se quería comprar unos aretes y adornos para el pelo, que yo le traje a todas las mujeres que participaron en la clase. Me decía el marido: “todo lo que mi esposa le pide al Señor, él se lo concede”.
Bueno, termino de escribir estas líneas a la espera de abordar mi vuelo de regreso a México y EEUU en el aeropuerto José Marti de La Habana. Vine a enseñar, pero me voy como un alumno privilegiado por haber aprendido tanto. Momento habrá en el futuro de escribir mi análisis político, económico o social de esta sociedad en donde el estado controla todo. Por ahora, me alegro de comprobar que la iglesia de Cristo está viva y activa como sal de la tierra y luz del mundo.