Wednesday, June 15, 2011

Recordando a mi padre en el día del Padre 2011.


Raúl Antonio Soto Mora tiene 81 años. Ha sido mi papá durante 51 años. Tiene cinco hijos entre 61 y 39 años de edad, 11 nietos y 4 bisnietos. Goza de buena salud con la excepción de un pequeño derrame cerebral que tuvo hace 15 años que le impide comunicarse verbalmente a la perfección. Se le entiende todo lo que dice, pero en ocasiones las palabras se le confunden.
Espero tenerlo por muchos años más con vida y salud, pero a estas alturas de la vida, cada año nuevo se cuenta como ganancia y bendición. Ya se nos viene el Día del Padre y me puse a pensar en las cosas que a mi padre le han gustado siempre: vestirse bien, afeitarse, tener buenos modales, los aparatos electrónicos, los zapatos bien lustrados, la fotografía, dormir, viajar, visitar a los amigos, leer el periódico todos los días, ir al centro en micro y volver a casa con maní tostado o galletas, ir a los funerales, ir al cine, ir al estadio, entre otras cosas. Pero hay tres pasiones que sobresalen en él: el fútbol, los vehículos y la música.
La caja con fotos antiguas tiene muchas imágenes de mi padre desde su adolescencia hasta bien entrado en años en uniforme deportivo, desde canchas de tierra hasta una foto en el estadio Nacional jugando por la juvenil de Magallanes. Hay varias fotos con su equipo San Lorenzo de Prat. De sus tres hijos, sólo Raúl, el mayor le salió tan pelotero como él. Mi hermano, a sus 58 años continúa jugando partidos de 90 minutos. Mi papá desde niño me llevó al estadio a ver jugar a su querido Colo-Colo. Me llevaba a la cancha en donde él jugaba o si no a ver jugar a sus amigos. Yo me aburría soberanamente, pero me encantaba ir con él donde quiera que él fuera con el fin de distraerme y con suerte disfrutar de un helado, de cuchuflíes o maní confitado. Acostumbraba a tener una pelota de fútbol en el patio y muchas veces me llevaba a jugar con él. Me ponía al arco, me chuteaba penales y me enseñaba a no pegarle “puntetes” al balón, sino con el costado interior del zapato. Me “bailaba” hasta cansarme y finalmente yo me agarraba de una de sus piernas y él me arrastraba.
Tendría yo unos siete años cuando me llevó a una cancha en La Reina Alta. Era un día maravilloso y despejado, y con la luz del atardecer los cerros de la cordillera de los Andes se veían impresionantes. Le pregunté a mi papá -¿Por qué dicen que detrás de estos cerros hay otros cerros más grandes?- Y él se agachó para contestarme y rompió unos palitos. Enterró un palito chico, otro mediano y uno más alto y me dijo -Tú eres este palito chico. Este cerro que ves ahí es el palito mediano, y el palo más largo son los cerros muchos más altos al interior de la cordillera. Como tú eres tan chico sólo alcanzas a ver el cerro en frente, pero ese te impide ver los cerros más altos-. Esa fue la mejor lección que he recibido en una cancha de fútbol. Nunca le pregunté el significado de las palabras que usaba, “güin derecho, ausaid, corner, el central, mediocampista, lainman, etc”., además que nunca me interesó, sino hasta ser un adulto y comenzar a disfrutar del fútbol como espectador con cierta admiración a mi padre que, hasta el día de hoy, es capaz de verse unos seis partidos por televisión durante el fin de semana. Mi madre siempre ha dicho “espero no morirme durante un Mundial de Fútbol porque tu papá, después de la final, recién va a darse cuenta que me morí”.
Su otra pasión fueron los vehículos. Cuando yo nací en 1960 mi papá manejaba una reluciente motoneta italiana Lambretta del año 1958 y en ella llevó a mi mamá a la Clínica. Me lo imagino con su casaca de cuero con cuello de lana, todo un Marlon Brando o un James Dean. En ese año se compró su primer microbús hecho del chasis de un camión Chevrolet 1960. Las micros viejas en ese entonces eran de color verde y las nuevas, como la de él, de color rojo. El recorrido era Ñuñoa Vivaceta. Muchas veces me llevó a trabajar con él. Había que levantarse como a las 5 de la mañana para comenzar el primer recorrido por la ciudad de Santiago. Yo disfrutaba sentarme en el baúl que él tenia a su izquierda y a veces me dejaba cortar los boletos. (Ese baúl fabricado por don Arturo Cuevas) lo tengo como reliquia en mi departamento de Los Angeles.
Yo veía a mi papá como un gran héroe que abría la puerta delantera y trasera del bus con palancas durísimas. Le decía a la gente “avance por el pasillo por favor”, “la bajada es por atrás”. Recibía el dinero de cada pasajero, daba vuelto y cortaba el boleto, metía los cambios y estaba atento al tráfico, atento a la campanilla para anunciar bajadas porque si no paraba donde correspondía lo empapelaban con garabatos (maldiciones). Otras veces, cuando iba muy lento, le gritaban “apura la carroza, sino el muerto se va ir a pata” o “súbete a la vereda para irnos vitrineando”. Al llegar a casa en la noche, si todavía estábamos despiertos, le ayudábamos a contar y empaquetar las monedas en las páginas del programa de las carreras del Hipódromo Chile.
En la caja de las fotos hay una muy hermosa en un Chevrolet 46 que lo trabajaba de taxi. En 1966 se compró un Dodge 57 parecido al auto de Batman. En ese auto yo le rogaba que me dejara pasar los cambios y a veces me dejaba tomar el volante, pero sólo el volante, sentado en sus piernas. Tuvo un Fiat 1500 que fue el primer auto que manejé a los 12 años. Fue mi hermano Raúl que me lo dejó manejar, como a la vez fui yo el que dejó manejar a mi hermana Verónica un Dodge Dart 1969 cuando teníamos 16 y 17 respectivamente. También tuvo dos Simca 1000, un Peugeot 404 de 1968 y otro que se compró nuevo, un Peugeot 404 de 1975 armado en la Argentina. Ese fue el primer auto que yo manejé a los 15 años teniéndolo a él de pasajero una vez que se enfermó del oído y tenía vértigo. Él se asombró, sin saber que yo ya tenía tres años de experiencia. Recuerdo la camioneta Standard 1953 con la cual viajamos a La Serena y la Citroneta AX330 con la cual fuimos hasta Puerto Montt. Dos taxis Ladas, rusos. También tuvo una moto Yamaha que usábamos Raúl, Verónica y yo, realmente nos peleábamos por usarla. En 1967, si no me equivoco, se compró otra micro, para entonces las micros nuevas debían ser pintadas de azul. Se aburrió de los microbuses, los vendió y se compró un camión tolva, Chevrolet del año 1962 color celeste. Eso fue en 1970, en el gobierno de Allende. Me gustaba mucho acompañarlo a buscar arena o ripio a las riberas del río Maipo para traerlo a las construcciones de departamentos de Tobalaba con Avda. Grecia. Mi papá me compraba la revista Cabro Chico de la Editorial Quimantú, para que no me aburriera en los largos viajes.
Mi papá siempre ha amado los vehículos de cuatro ruedas. Sus preguntas hacia mí, ya casado yo, eran - ¿Y cómo te ha andado el auto?- Siempre lo consulté al comprar un vehículo, siempre lo consulté por asuntos mecánicos, aunque nunca lo ví con las manos sucias de grasa. Eso sí, ha sido siempre un fanático de la limpieza de los autos. Sus taxis siempre estuvieron impecables. Cuando llegaba cansado a almorzar y a dormir la siesta, me pedía que le limpiara el auto antes de salir a trabajar en la tarde. Él me enseñó “el lavado en seco”, así le llamaba él a lavar el auto con solamente un tarro de agua. Se moja el trapo, se pasa sobre la carrocería, se enjuaga, se estruja y luego con el mismo trapo húmedo se seca. El otro día nada más bajé al subterráneo del edificio donde vivo y le dije a Nona, “voy a lavar el Mini con la técnica que me enseñó mi santo padre”.
Cómo extraño cuando llegábamos con los niños a visitarlo a la casa en La Reina. Después de un rato desaparecía mi papá. Al comenzar a buscarlo lo encontraba en la calle lavando mi auto. Nunca ha soportado ver un auto sucio, y demostraba su cariño lavándome el mío. Siempre me decía que un auto con las ruedas sucias era igual que un hombre con los zapatos sin lustrar.
Hoy, a sus 81 años, todavía maneja, lo cual es bueno, como ejercicio espiritual, porque mantiene a mi mamá cerca de Dios orando fervientemente. Su vista no le acompaña mucho y definitivamente no puede manejar de noche. Es posible que en noviembre, al cumplir los 82, ya no le renueven su licencia, pero está bien, ya es hora que él también apoye al gremio de los taxistas donde trabajó por tantos años.
Y por último, recuerdo su gran pasión por la música. El me contaba que a los 15 años cantaba tangos acompañado por la guitarra de su amigo Víctor Chávez. Le gustan diversos tipos de música: tangos, vals, romántica, pero definitivamente lo suyo es el tango. Se los sabe todos y los canta con esa voz que parece que ya va a soltar el llanto. Debido a su gusto por los aparatos electrónicos, siempre tuvo buenos tocadiscos, buenas grabadoras, como la Grundig (de carrete) que en el año 1965 grabó las palabras de despedida de mi abuelo Juan Dupuy. Con esa vieja grabadora dedicaba tardes enteras, con sus amigos Pedro Flores y Manuel Alvarez, a grabar himnos. Les servía de ensayo también. En esa grabadora nos hacía cantar a Verónica y a mí. Grabé mi primera canción a los 9 años. La letra era: “Mamá, Mamá, un bello sueño tuve ayer. Mamá, Mamá, que sólo a ti te contaré. Íbamos los dos en un gran barco de vapor del que yo era capitán, hacía el país de la ilusión, y que orgullosa estabas tú...” Esta canción la hizo popular el niño Jean Jaques en el festival Eurovisión 1969.
También nos grabó a dúo (a mi hermana Verónica y a mí) la canción de Raphael que dice “Un canillapoí una balsa una guaina una flor en el río. Un paisaje de cielo reflejan las aguas del gran Paraná...”. Pensar que me aprendí de memoria muchos tangos que él cantaba y aquella canción que me ponía triste y melancólico: “Caballeros del ensueño tengo pluma por espada...”.
Mi papá compró una guitarra, pues casi a sus 40 años de edad quería aprender a tocarla. Recuerdo que mi abuela Hortencia también tenía una linda guitarra con su fino estuche que nadie tocaba, pues ella también tenía la ilusión de hacerlo algún día. Mi papá aprendió lo básico y tocó en el coro de la iglesia. Pero lo más importante fue que con esa guitarra en la casa Raúl, Verónica y yo comenzamos a torturar nuestros dedos. A los 12 años tomé cuatro clases en la escuela y de ahí en adelante solamente mirando en la iglesia me lancé como guitarrista. Más tarde aprendí a tocar la mandolina y como a los 17 le hice empeño con la acordeón y el piano. Mi padre inyectó en mi vena el amor por la música.
Las participaciones de mi papi en los eventos de la iglesia eran infaltables. La gente lo pedía. Sus más grandes éxitos fueron “Señor, llena mi vaso para honrarte” y “Bajo de las estrellas donde anduvo mi Jesús”. Más tarde en la vida fue cerrando sus “actuaciones” con las canciones del pastor Gómez como “La zarza” y “Cuantos años vagué”.
La voz de “Plácido Soto” (como le decía mi madre en tono de broma) se ha ido apagando. Hoy no le gusta ir a la iglesia porque dice que los aparatos de sonido meten mucho ruido. No puede regular sus audífonos para escuchar la música de las alabanzas o entender la letra de las canciones; ni siquiera puede escuchar el sermón. Así es que se ha dedicado a ver tele y a escuchar tangos en el patio de la casa por las tardes. Mi mamá me dice -”Tu papá es muy generoso con el barrio. Pone el volumen de los tangos de tal manera que todo el vecindario escuche”.
Cada dos o tres años, cuando voy a visitarlos a Chile, disfruto tocando la guitarra para que él cante y recuerde sus lindos tiempos de cantante.
Así, con nostalgia y “con una lágrima en la garganta” recuerdo a mi viejo, a mi querido viejo. Quisiera cantarle como Piero “ahora ya caminas lento”, pero no, él sigue ágil. Se cansa más que antes, pero no deja de caminar a la plaza a comprar el pan diario y el periódico. Pero sí le puedo decir “yo soy tu sangre mi viejo, soy tu silencio y tu tiempo”.
Una hermana de California fue a Chile y visitó a mis padres este año. Cuando mi padre caminó hacia la cocina ella se asombró y dijo “pero si es igualito a mi pastor”. Bueno, ni modo, hay cosas que vienen en los genes. Espero imitar, consciente o inconscientemente, las cualidades de mi padre. Los defectos, ya los hemos perdonado, como Cristo nos amó y nos perdonó a nosotros.